Las formas de la violencia machista

Un día más, el informativo abre con la noticia del asesi- nato de una mujer en manos de su pareja.
Es tal la normalidad con la que lo escuchamos que prácticamente lo asimilamos como un accidente de cualquier otro tipo, como incendios, naufragios, accidentes de tráfico o la erupción de un volcán.

Y sin embargo, no se trata de accidentes sino de hechos violentos, que además implican una forma de violencia muy específica y hasta hace no demasiado tiempo entendida como algo natural.

Muchas teorías sociales del pasado establecían, desde los inicios de la humanidad, la supremacía natural del hombre sobre la mujer; justificaban, incluso, la violencia apelando a la mayor agresividad de los varones, a su mayor impulsi- vidad, que contrastaba con la pasividad y la emotividad de ellas.

La sociedad se ha construido sobre la base de unos estudios científicos perversos, que presentaban la dominación masculina como algo histórico, incluso natural, y fundamentado en criterios comprobados y universalizables. No obstante, muchos estudios contemporáneos demuestran que el patriarcado no siempre ha sido un hecho en el mundo humano, sino que es algo que fue imponiéndose a través de los tiempos. El protagonismo de la vida le era otorgado al varón, siendo los cuerpos de las mujeres meros instrumentos de reproducción y disfrute, y sus personas propiedades ajenas que justificaban cualquier uso y ejercicio de fuerza que se realizara sobre ellas.

Con el progreso moral de las sociedades y el avanc

Sin embargo, muchas de estas formas permanecen invisibilizadas de manera que no llegan a considerarse como violencia; así, se hacen evidentes las más visibles, como los malos tratos, los insultos, las violaciones o, en su máxi- mo exponente, el asesinato, que son condenadas de forma (casi) unánime en los ámbitos sociales y políticos y que mo- vilizan a muchos sectores en la toma de medidas para elimi- narlas.

Sin embargo, quedan muchos actos de violencia machista que permanecen invisibles, ya que sus prácticas están tan arraigadas en la sociedad que se han naturalizado y normalizado: muchas formas de control de los hombres sobre sus parejas en el plano e

conómico, social o laboral, agravadas debido a que, precisamente por esta naturali- zación de las desigualdades, muchas mujeres permanecen en situaciones de dependencia económica y asumen en muchos casos la mayor res- ponsabilidad en el cuidado de la familia, lo que las coloca en una posición mucho más vulnerable a la hora de afrontar la ruptura con el maltratador. Tampoco resulta en ocasiones muy evidente la brecha salarial que todavía puede verse en el mundo laboral y que viene condicionada, en ocasiones, por los llamados “techo de cristal” y “suelo de barro”, y también por la feminización de determinadas profesiones, las menos reconocidas socialmente que se asocian al ámbito de los cuidados, sin los cuales, por lo demás, una sociedad no podría sobrevivir; las exigencias en la apariencia física, que se imponen de forma diferente en hombres y mujeres, muchas veces como consecuencia de la publicidad, la tolerancia con ciertas formas de humor que humillan, desprecian e infravaloran a las mujeres… Son, como puede verse, formas de dominación invisible e invisibilizada, que permanecen ocultas en nuestras estructuras sociales. Son, como han definido algunos estudiosos, la parte sumergida del iceberg de la violencia machista, escondida pero inmensa, impregnando la coti- dianidad de la vida de muchas personas.

A estas formas invisibilizadas de violencia, algunas personas las denominan micromachismos, un término propuesto por el psicólogo Luis Bonino para referirse a unas prácticas que, aunque no incluyen la violencia física y por eso son admitidas en los diferentes entornos sociales como hechos cotidianos -como ocurre con determinados comentarios y prejuicios o con algunas actitudes o estereotipos- son en definitiva, auténticos actos de ejercicio de un poder que tienen exac- tamente los mismos efectos que la violencia directa: ejer- cer el control sobre las mujeres, mantenerlas en un estatus de inferioridad con respecto a los hombres en cuanto al reco- nocimiento y la atribución de derechos y oportunidades y en definitiva, una menor consi- deración de las mujeres.

De ahí el peligro que entrañan estas formas de violencia: en la mayoría de las ocasiones están tan incorporadas a nuestra cotidianeidad, son tan sutiles, que pasan inadvertidas, que no son pensadas como tales y por lo tanto se les resta importancia y se contribuye, así, a su perpetuación.
Reconocerlas e identificarlas son, pues, el primer paso para acabar con su normali- zación y comenzar así a elimi- narlas.

Como sociedad, somos responsables de propiciar una toma de conciencia y de evidenciar la necesidad de un cambio de mentalidad, mostrando una tolerancia cero ante l

os actos de violencia machista, sean de la forma que sean, tanto directa como cultural o estructural.

La educación es seguramente el instrumento más eficaz para promover estos cambios, pero también, por parte de la ciudadanía en general, es importante la denuncia y visibilización de cualquier forma que la violencia adquiera, la toma de conciencia de que un mundo en igualdad será un mundo mucho más humano.